Creo que hoy bautizan a la princesa Leonor, aunque a mí me da igual porque cuando ella reine yo ya estaré muerto, la abre palmado y no voy a verla jurar bandera, ni pilotar un avión, ni gobernar una lancha rápida, ni recibir en Marivent al Zapaterín junior. O sea, que espero que sea muy feliz y todo eso, pero no la envidio, como otros, porque yo nunca he querido ser princesa. Una vez me propusieron serlo (en una obra de teatro infantil) y dije que no porque las princesas son muy tontas y suelen ser felices y comen perdices. Y todas ellas esperan en lo alto de una torre a que aparezca el mozo que las rescata del dragón. A mí lo que me gustaba es ser dragón por aquello de echar fuego y abrasar a la gente quemándole el pelo para que huela a pelo tostado, que es muy divertido, pero cuando tras varios ensayos comprobaron que aparte de echar fuego por la boca con el soplete, también le metía fuego al cortinaje, decidieron quitármelo (el soplete y el papel de dragón) y me dejaron en princesa rasa. O sea, nada, porque tampoco he querido ser nunca dama de
honor. Ni princesa, decía, porque las princesas no hacían nada, sólo esperar arriba, en la torre, a que el príncipe tontuelo, risueño y feliz (estilo Zapatero) acudiera a rescatarla. Un aburrimiento eso de ser princesa ya que encima tienes que aguantar que te bauticen con agua del río Jordán, como han hecho con la recién nacida. Es que son muy finos. A mí me bautizaron con agua de un botijo, que me acuerdo muy bien, porque di tantas patadas cuando me echaban el agua que al cura se le calló el frasco y tuvieron que recurrir al botijo. Y el agua no era de Lanjarón, sino del grifo, o la de acequia, porque entonces no había los adelantos que hay hora y éramos más primitivos. Pero para princesas la de la foto. Con esta me comía yo un par de perdices y otras cosas que no pormenorizo por si hay niños.