Esta peli la vimos de la mano de Billy Wilder en "El gran carnaval", cuando un periodista monta un espectáculo con la muerte de un minero al que acuden hasta atracciones de feria y vendedores de helado que atienden al público que ha acudido al festival de la muerte del minero enterrado en la mina.
Desde entonces, hace décadas, no ha cambiado nada porque la cuestión no es que ella haya vendido su muerte pues siempre habrá alguien que quiera vender algo (su vida, un riñón, su escaño, su periódico...), sino que
haya televisiones que quieran comprarla.
Y que haya telespectadores que compren esta mercancia, que no se entiende, que uno no entiende, porque no me van las tenidas fúnebres, huyo de las series de hospitales y me importa un rábano, un pimiento o un pirulí la agonía de los demás. Probablemente no asistiré a la mía, de manera que la de los demás me la refanfinfla. Pero hay talcualillos interesados en estas cominerías y hay prebostes interesados en sus intereses monetarios que son capaces de vender su alma para comprarse al diablo. O al revés, que no recuerdo bien.